Cuando mis hijos eran pequeños y
jugábamos a las cartas o a juegos de mesa, a diferencia de otros padres, no les
dejaba ganar, salvo las ocasiones necesarias para que no perdieran interés y seguir
contando con su atención. En ese punto, les explicaba sus malas jugadas, para
que intentaran no repetirlas en la siguiente partida.
Como padre, es mi obligación
enseñarles que, en la vida, cuando te enfrentas a algo que te supera en número
o en recursos (ya sean intelectuales o materiales), lo habitual y lo natural es
perder. Y perder no es malo, de la derrota se aprende más que de las victorias,
aunque eso no lo haga menos doloroso en ciertas ocasiones.
Cuando preguntas a un aficionado
por qué sigue a los equipos grandes, la respuesta es inmediata: ¡por que somos
los mejores! Si se pararan unos minutos a reflexionar su respuesta, igual
rectificarían y la cambiarían diciendo: ¡por que ganamos!
Y ese es el principal motor que
mueve a millones de seguidores en todo el planeta: sentirse parte de una
victoria, de un triunfo, aunque en su vida cotidiana, forme parte de esa masa
anónima de “Davides”, cada cual luchando con su Goliat particular, para lograr
así seguir hacia delante. Pero por unos efímeros instantes, también ellos se
sienten Goliat y eso les reconforta.
Lo entiendo, forma parte de la
condición humana, pero de manera inexplicable no lo comparto. Desde niño, he
sentido debilidad por ponerme del lado del más débil en la contienda. Antes me
fumaría una pipa de la paz con Toro Sentado, que compartir té y pastas con el
General Grant; mi espada y escudo estarían al servicio de Espartaco, antes que
alinearme con las legiones de Pompeyo o sufriría orgulloso el asedio al que
sometieron las legiones de Escipión, al heroico pueblo numantino. Y aunque
todos ellos lograron “pequeñas grandes” victorias, finalmente fueran
aniquilados. Difícil de entender e imposible de explicar, pero así lo siento.
Quizá por todo lo anterior me
hice roquero y además, elegí vibrar en cada concierto desde un segundo plano,
alejado de los focos y el protagonismo del que gozan cantantes y guitarristas.
Quizá por eso mismo, mi corazón se tiñe de rojo y blanco, pudiendo haber
crecido bajo los laureles del todopoderoso.
En los últimos días, se han
vivido momentos muy emotivos para el equipo colchonero. La celebración de un
campeonato de liga y la justa derrota de anoche. Al primero no pude asistir,
pero ayer, formando parte de los 55.000 “Davides” que abarrotamos el estadio
Calderón, tuve la suerte de poder enjugar las lágrimas de tristeza de mi hija,
desconsolada por la crueldad con la que la diosa fortuna nos privó una vez más
de unos minutos de gloria deportiva.
Y de manera inexplicable de
nuevo, me siento afortunado por haber podido vivir esos amargos momentos al
lado de mi niña, en lugar del alboroto y la alegría con los que vivió la
celebración en la fuente de Neptuno.
No lo puedo remediar, si te
sientes David, siempre estaré a tu lado. ¡Ah! Y felicidades al Campeón, con perdón.
Al teclado la niña que dejó caer
sus lágrimas por el Calderón. (por María)
Todos sabemos, que la primera
lágrima es la que cuesta, que es la más difícil; necesitas poner mucha pasión
en algo para que te haga llorar por primera vez. Después de esa primera vez, ya
es distinto, ya sale solo.
Soy incapaz de recordar la
primera ocasión en que lloré por mi atleti, pero después de unos años poniendo
mi alma a disposición de mis colores, puedo decir que las lágrimas que ayer
derramé en el calderón no las olvidaré fácilmente. Al igual que me llevará
mucho tiempo olvidar el minuto 93 que acabó con mis sueños y los de 55.000 que
me acompañaban en el estadio colchonero. Fue en ese minuto, fue un cabezazo de
Sergio Ramos el que desató mi frustración y desolación más extrema.
A menudo me digo a mi misma que
no merece la pena poner tanta emoción en algo como el fútbol, algo que depende
de jugadores, entrenadores, preparadores, condiciones atmosféricas, fechas y
fortuna; pero que desde luego, no depende de mi persona. Sin embargo, otra
parte de mí siente gran recelo por las injusticias de la vida, y es
precisamente eso lo que me lleva a sentir tanto este deporte y en concreto este
equipo. Si al atlético de Madrid le llaman el Robbin Hood del siglo XXI es por
algo. Esa filosofía de robar a los ricos para cedérselo a los pobres, esa, es
la que me representa; a mi y los 55.000 anteriormente citados; porque lo que
esta temporada 2013/14 ha acaecido es la prueba de que se puede hacer justicia;
que los 508 millones de euros del FC Barcelona no nos achantan, y que los 520
del Real Madrid probablemente consigan un minuto 93, pero no conseguirá nunca
aficionados de nuestra talla que deseen hacer frente a los grandes con tan
poco.
Deseos como ese, y deseos de ser
diferente me llevaron a hacerme del atleti, porque prefiero mil veces estar
orgullosa cada día que irme a celebrar a Cibeles cada año. Saber que formo
parte de algo tan grande como es la hinchada rojiblanca me satisface sobremanera, porque este sentimiento no es
solo fútbol, no es solo un equipo, ni si quiera es solo la personalidad de
Robbin Hood, es algo más: El Cholo me ha enseñado que si se trabaja y se cree,
se puede llegar allá donde te propongas; y una liga con 120 millones lo da por
sentado. Ahora es cuando te preguntas ¿Qué te enseña ser del Real Madrid? Yo lo
veo claro: que con fama y dinero podrás hacer del fútbol un negocio, pero no un
sentimiento. Lo siento Santiago Bernabéu, pero a ti no te dejaría ver mis
lágrimas.